El escenario está montado. El mandato de Cristina Kirchner vencerá en 2015. Tras doce largos y venturosos años -por la gracia divina- el estado patrimonial y de resultados del país se sincerará; el desencanto colectivo será infinitamente mayor al actual.
Los números económicos en rojo, la inseguridad, la inflación y tantos otros flagelos encontrarán solución más temprana que el enfrentamiento y la destrucción de valores esenciales que necesita para convivir todo pueblo. De esa poco visible herencia trata esta nota.Dentro de 2 años, si Cristina Fernández de Kirchner no destroza la República antes de verse obligada a pasarle la banda presidencial a un sucesor, dejará de presidir la Argentina.
En 2015, tras 12 años de la familia Kirchner en la Rosada, se
terminará de correr el telón del dantesco escenario de la verdad para
aquellos argentinos que aún no se anoticiaron de la crueldad que
arrojará el balance final.
Con los mayores ingresos que recibió el país en su
historia, el resultado que dejará el matrimonio que pretendía altenarse
en el poder, expondrá un quebranto inusitado.
Al rojo furioso en lo económico, habrá que sumarle la inseguridad,
el incesante incremento del narcotráfico, la trasgresión constante a las
leyes, a la propia Constitución. El uso indiscriminado de los recursos
públicos, niveles de sospechas y certezas de corrupción que bien podrían
entrar en el libro Guinness de los récords, el aniquilamiento de la
fuerzas armadas y de seguridad; y tantos etcétera como quepan en la
memoria del lector.
La educación pública recibió un incremento presupuestario
importante que no se tradujo en más conocimiento, sumado a la
infiltración que en universidades y colegios han hecho funcionarios y
organizaciones mantenidas con fondos públicos para “lavarle la cabeza” al alumnado.
La salud pública ni se enteró de la mal llamada “década ganada”. La obra pública sirvió para delinquir, no para prosperar.
El desabastecimiento energético no solo trae y traerá inimaginables
trastornos sino que revela una muestra palpable del accionar de un
gobierno que no solo mintió, miente y mentirá; sino que además no le
importó nada más que ganar elecciones, administrar el Estado como
propio, emparchar situaciones y llevar al país al descrédito
internacional mientras se beneficiaba con el viento de cola.
El relato, o lo poco que queda de él, terminará destruído hasta para los más enfervorizados defensores del “modelo” con el inexorable paso del tiempo. Santa Cruz es paradigma de que la invidencia no es eterna.
A esta enunciativa cargante y onerosa herencia hay que añadirle la
menos visible, por lo imperativo de las otras preocupaciones; el
ensañamiento con el que Cristina Kirchner sembró el odio, el maltrato,
los malos ejemplos en la sociedad.
La Presidente quebrantó, incluso, la unidad familiar.
Un Presidente no solo puede alterar con sus palabras el
comportamiento y concordia de sus gobernados sino que lo hace,
obviamente, con su proceder.
Cristina Kirchner no dialoga, cree saber todo y de todo,
vive luchando con enemigos reales o ficticios la mayoría generados por
sus diatribas. Denosta en público a quien se le cruce, altera la
realidad, cambia la historia en su propio beneficio. Se presenta ajena
al dolor en tragedias que cobraron infinidad de vidas. Detesta la
crítica y a quienes la critican.
La primera magistada destrozó valores esenciales para la
convivencia y el respeto humano e indispensables para las instituciones
de la Nación.
Las bajezas con que se trata a diario al opositor llegaron a
perforar el más elemental lenguaje a preservar en los medios de
comunicación social.
Todo vale, no hay reglas que se respeten. Lo que un docente puede
enseñar en el aula se da de bruces con lo que el estudiante vive en la
calle.
La comunidad está degradada.
Generaciones enteras se acostumbraron a no trabajar y vivir de subsidios.
La vía pública es la selva.
Se descree de casi todo.
Se convive con las falacias, la perversión y el patoterismo de funcionarios designados para administrar los fondos de todos.
La inmoralidad saca fotocopias y las distribuye en abundancia y en forma gratuita.
La autoridad se volvió obsoleta.
Un corte de calle pasó a ser algo normal, al igual que el
cartonero, el mendigo, los sin techo, las muertes cotidianas, los
asaltos, la proliferación de la prostitución y de los vendedores de
drogas.
Los derechos humanos fueron concebidos tuertos. Solo existen para los guerrilleros muertos en la década del 70.
Lo único que realmente es sensación es la impotencia frente a los hechos cotidianos.
Cuando esta desventura apenas descripta se amplifique,
lamentablemente, se tomará conciencia que este es el más costoso y, por
ahora, menos visible legado de Cristina, para todos y todas.
Demandará décadas recuperarse de él.
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